“[…] y cuando hablamos
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos”.
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos”.
Audre
Lorde, Letanía de la supervivencia.
The Black Unicorn, 1978.
Aquí estamos, motivadas por esta manta que
nos insta a hablar y con el permiso de Audre Lorde para utilizar sus palabras,
en un performance catártico porque no podemos hacer otra cosa ante la
apremiante desazón que nos embarga. Cuando decimos desazón nos referimos a ese
estado de intranquilidad y de tristeza en que nos encontramos desde este 8 de
marzo al ver y reflexionar sobre la crueldad, la violencia, la muerte, la
indiferencia, la injusticia de unos seres sobre otros, la ignominia al fin en
todo el esplendor de su significado.
La realidad en la cual transcurren nuestras
existencias se ha vuelto insoportable para quienes discrepamos de vivirlas a
costa del sufrimiento, la carencia, el abuso sobre otros seres, hombres y
mujeres. Seguir guardando silencio ante la degradación humana nos convierte en
cómplices, nos hace partícipes de la infamia. Pero, el silencio no sólo se
refiere al sonido sordo de nuestras palabras, implica también nuestra forma de
actuar en cada momento y en las distintas circunstancias de la cotidianidad. A
eso nos invita Audre Lorde cuando nos insta a transformar el silencio en
lenguaje y acción[1].
“Podemos sentarnos en un rincón y enmudecer para siempre mientras nuestras
hermanas y nuestras iguales son despreciadas, mientras nuestros hijos son
deformados y destruidos, mientras nuestra tierra es envenenada; podemos
quedarnos quietas en nuestros rincones seguros, calladas como botellas, y aún
seguiremos teniendo miedo”.
Esa triste imagen de vernos arrinconadas,
temblando de miedo e impotentes ante el oprobio es resultado de la
inferiorización, la humillación y el ultraje al que hemos sido sometidas a través
de la historia por diferentes mecanismos instituidos en la sociedad. La familia,
la escuela, las religiones, los estados nacionales, el cosmopolitismo global,
todos estos espacios han sido creados para reproducir un orden que requiere de
la inmovilización, la cual empieza con el silencio. Ese gemido sordo que nos
ahoga y nos hace cómplices de la ignominia. Si queremos ‘parar el mundo’,
como lo haría alguien que conoce el estado de profundo eros que acuerpa el amor
¡tenemos que comenzar por nombrar nuestras sensaciones, nuestras emociones y
gritar! Un grito que sea tal, no por su volumen, sino por su convicción de
poner en evidencia la indolencia, la apatía, el abuso de unos seres sombríos
sobre otros.
Aunque bien sabemos que romper el silencio;
sea en palabras, en pequeñas rebeldías cotidianas o en acciones organizadas nos
coloca en la mira del castigo, la censura, la estigmatización y el exterminio, entre
otros mecanismos de opresión, construidos para mantener los privilegios
patriarcales (encarnados en hombres y mujeres), tenemos que movernos,
tenemos que situarnos en otros lugares que no sean los rincones (a veces
confortables) en que nos instala el poder perverso de la usura. Nombrar las
cosas por su nombre es un imperativo que nos ayuda a ubicar al enemigo, que no
sólo está afuera, sino que nos ha invadido. Estamos enfermos, contaminados por
la avaricia, el egoísmo y la indiferencia.
Tijax Colectiva se suma, aunque sea con su
catarsis verbal, a ese grito vehemente acallado con llamas por personas
indolentes y sin escrúpulos sobre niñas y jóvenes esta vez en la ciudad de
Guatemala, otrora sobre trabajadoras empobrecidas neoyorquinas y más atrás aún
sobre valerosas mujeres europeas, denominadas brujas. Los instrumentos de muerte
y tortura han sido muchos y no vamos a enumerarlos aquí, en este momento; pero,
queremos hacer visible que los cuerpos calcinados, incinerados vivos, así como
los que han sido empalados como el de Rogelia Cruz por la contrainsurgencia
militar en Guatemala y el de Lucía Pérez en Argentina son una clara evidencia
de los gritos encendidos de esas mártires que nos entregan sus cuerpos quemados
y empalados para visibilizar la perversidad de los impíos. Son cuerpos
entregados como símbolo, igual que lo hizo Jesús de Nazaret, para mostrarnos la
indolencia humana. Todas Ellas y Él, aunque hayan muerto físicamente, son
cuerpos vivos, signos que nos convocan a romper los silencios.
No queremos más mártires, “nos queremos
vivas” como seres luminosos que somos y que luchamos por hacer posible otra
realidad, una en la que impere la alegría, el sentimiento comunitario, las responsabilidades compartidas y el bien común. En donde el fuego sea para alumbrar nuevos caminos y celebrar la vida.
[1] Audre Lorde. "Hermana Marginada" (Sister Outsider). Ensayos y
Conferencias, The Crossing Press, Feminist
Series, 1984.
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