Acuerpadas para defender la vida



Si algo estuvo presente en la marcha del 8M en San Cristóbal de las Casas, fue la alegría y la fuerza de la vida de quienes al mismo tiempo, manifestamos nuestro repudio a las múltiples violencias que enfrentamos cada día.¡Ni rosas ni chocolates, vivas nos queremos! clamaban algunas consignas. Este grito de indignación salió de muchos cuerpos con trayectorias en organizaciones civiles y movimientos feministas; estudiantes y trabajadoras; indígenas, mestizas y extranjeras, como suele ser la diversidad presente en este pedazo de tierra.

Aunque no todas lograron parar en esta jornada, ejercicio para la reflexión posparo, quedó claro el hartazgo que existe porque ese orden que nos excluye por nuestro color de piel, nuestro género, nuestras posibilidades económicas y preferencias sexuales o religiosas está arrastrándonos en una crisis social que ni las mujeres, ni el planeta, ni los otros cuerpos vulnerabilizados podemos ni queremos seguir sosteniendo.

El perpetuo exterminio
La lucha contra las violencias es una demanda añeja de los movimientos de mujeres y feministas, que nace porque resultaban -y siguen siendo- inaceptables actos que, de manera visible o velada, promueven exclusiones y discriminaciones que condenan nuestros cuerpos y seres al exterminio directo o indirecto, de un tajo o pausadamente.

Todo esto es requerido para mantener un orden que reclama a los hombres como sujetos legítimos y recipiendarios de todos los privilegios y aquello que rebase estos límites será llamado al orden o eliminado. De ahí la muerte de las obreras de la fábrica de Nueva York el 8 de marzo de 1908 o para no perder el hilo de la historia, la caza de brujas en la edad media. Silvia Federici lo ejemplifica al decir que “[…] la caza de brujas en Europa fue un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su control sobre la reproducción y su capacidad de curar”[1].
De obediencias y subordinaciones
Mucho de esto empieza con los “simples” roles, aquellas cosas que desde nuestra niñez nos van colocando en el lugar que cada ser humano, por su género, sus capacidades económicas, su color de piel y hasta su preferencia sexual, ocupa en la sociedad. Basta  recordar que muchas crecimos con la idea de ser “malas o buenas” si nuestras acciones estaban bajo o fuera del control establecido. Éramos buenas cuando obedecíamos las órdenes de nuestros padres sin cuestionarlas y cumplíamos las tareas asignadas de acuerdo con nuestro género (lavar trastos, planchar ropa, cuidar a nuestros hermanitos, servir la comida al papá, ayudar en casa, etcétera); y malas porque protestábamos y/o queríamos hacer otras cosas que estaban reservadas para los varones.

La cultura nos configura con discursos que legitiman y sostienen la “benevolencia” sobre nuestra subordinación. Así, desde muy pequeñas, empezamos a ser excluidas sin darnos cuenta que se trata de las primeras violencias, las cuales vamos internalizando de tal manera que se hace “normal” pensar en “encontrar pareja y casarnos”, “ser madres”, “cuidar a nuestros hijos”, “sentirnos contentas con las labores domésticas”, “ser buenas mujeres” y en suma: continuar reproduciendo ese orden y ese tipo de relaciones sin cuestionarlas.
La herencia del patriarca
Las luchas y el análisis de las violencias se han complejizado en la medida en que fuimos colocándonos en espacios públicos y sobre cómo se han reconfigurando los territorios y sus actores. Se puso en la mira la violencia doméstica e intrafamiliar, así como la política; también se dijo que no tener recursos, el no valorar nuestro trabajo reproductivo, que nos paguen menos por lo que hacemos, que nos impidan participar y el acoso, forman parte de la violencia estructural.

Algunas feministas, como Lily Muñoz, defienden el uso de la categoría violencia patriarcal por sobre la de género, con el propósito de “re-politizar el problema, […] porque nombra su origen primigenio –la estructura social patriarcal- y […] señala que las víctimas de este tipo de violencia son siempre las mujeres, puesto que estamos refiriéndonos a un problema derivado de un sistema que produce y reproduce relaciones desiguales de poder entre las mujeres y los hombres”[2].

Junto a nuestros esfuerzos, vemos cómo las múltiples violencias se han institucionalizado y la forma de ejercerlas se han recrudecido e intensificado. Amnistía Internacional anotó que 12 mujeres son asesinadas cada día en América Latina y al menos cinco eran mexicanas. Por ello han surgido múltiples mecanismos para llamar la atención, como las alertas de género planteadas en algunos estados de México, como el chiapaneco, pero que no han impactado en la realidad, más que para justificar proyectos que sirven a los partidos políticos.
Muchos dirán que estas cifras son irrelevantes si se comparan con los homicidios, pero lo cierto es que a ellos no se les mata por ser hombres, a nosotras nos violentan –y con mucho odio- por el simple hecho de ser mujeres. Rita Laura Segato dice que “la violencia y la tortura sexual de mujeres y, en algunos casos, de niños y jóvenes, son crímenes de guerra, en el contexto de las nuevas formas de la conflictividad propios de un continente de ‘para-estatalidad’ en expansión, ya que son formas de la violencia inherente e indisociable de la dimensión represiva del Estado contra los disidentes y contra los excluidos pobres y no blancos […]”[3].

Ella también habla de la pedagogía de la crueldad como estrategia para la reproducción del sistema, la cual es plasmada en el cuerpo de las mujeres como un “bastidor”, en el que se escriben “mensajes de ilimitada capacidad violenta y de bajos umbrales de sensibilidad humana”[4]. Otro de sus aportes ha sido la creación de herramientas útiles para la investigación de este tipo de crímenes, de donde surge el ‘femigenocidio’ con el que se refiere al exterminio de las mujeres por su género y cuyas muertes tienen el propósito de destruir a una comunidad.

Dicho esto, vemos que no es un hecho aislado que el 8 de marzo en Guatemala se incendiara el recinto donde permanecían adolescentes castigadas por su comportamiento, en el Hogar Virgen de la Asunción, administrado por el Estado. Ahí perdieron la vida 41 niñas –y otras siguen en estados delicados-, que se oponían a las múltiples violencias a las que eran sometidas, desde violaciones sexuales, embarazos producto de las violaciones continuas y trata, entre otros vejámenes.

Muchos de los responsables desconocieron sus acciones u omisiones en la tragedia, tal como sucede en un régimen patriarcal, empezando por las autoridades del plantel hasta llegar a la autoridad máxima. Estas muertes, como las de muchas otras mujeres, demuestran que el conflicto más grande que hoy enfrentamos es que no hemos sido capaces de poner en el centro de nuestras acciones políticas la sostenibilidad de la vida. En palabras de Amaia Pérez Orozco, los procesos que regeneran la vida están quebrándose o poniéndose en riesgo.

La lucha por otro sentido común
Aunque debemos ser capaces de colocar en su lugar a cada una de las violencias que nos agobian, no podemos dejar de ver que forman parte de una misma trama que está dando un -sin- sentido a los procesos sociales. Pérez Orozco dirá que “vivimos una crisis sistémica que implica la degradación generalizada de las condiciones de vida y la multiplicación de las desigualdades sociales”[5].

Por eso, la fuerza de la convocatoria en la Patagonia o las constantes y diferentes acciones políticas al sur del Río Bravo, apelan a otro sentido común que permita desmontar la idea de que hay cuerpos dóciles que se pueden intercambiar, poner en orden, exterminar y desechar cuando se requiera. Estamos convencidas de la apremiante urgencia de desmontar ideas, pensamientos y acciones naturalizadas en las sociedades que producen y justifican la violencia y las injusticias contra nosotras, por ser mujeres o portar otras diferencias adheridas a cuerpos  considerados desechables. Esto necesariamente pasa por revisar y reconstruir la forma de organización de la vida, desde responsabilidades compartidas en las condiciones de la existencia (cuidados de los otros y de nosotras, trabajos domésticas) hasta la participación en la construcción del horizonte filosófico y político.

A propósito del 8M y en palabras de Federici“es importante no solo demandar a un estado que no responde, sino comprender contra qué luchamos, que no son personajes. Estos personajes son la expresión de un mal que es el sistema. Comprender lo que está sucediendo a nivel económico, político, ecológico y empezar a hacer las conexiones. Es verdaderamente la misma lucha: luchar contra la contaminación, contra el capitalismo, la precarización de la vida y el despojo y luchar contra el patriarcado son momentos diferentes de una misma lucha”[6].

 



[1] Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Traficantes de sueños 2010, Pág. 233, Madrid, España, Versión PDF.
[2] Lily Muñoz, “El carácter Político de la violencia patriarcal contra las mujeres”, en Textos Universitarios de Reflexión Crítica No. 4, Dispositivos de poder y violencias: Una mirada crítica desde las mujeres, Intrapaz y Universidad Rafael Landívar, Guatemala, Junio de 2012, Págs. 6 y 7.
[3] Rita Laura Segato, Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres, Pez en el árbol, Puebla, México, 2014, Pág. 24.
[4] Ídem, Págs. 22 y 23.
[5] Amaia Pérez Orozco, Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida, Traficantes de sueños, Madrid, España, 2014, Pág. 63, versión PDF.
[6] Mariana Menéndez, “Silvia Federici: el paro como momento de comprensión y transformación”, enhttp://zur.org.uy/content/silvia-federici-el-paro-como-momento-de-comprensi%C3%B3n-y-transformaci%C3%B3nconsultada el viernes 31 de marzo de 2017.


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